PRUNUS CERASUS

03.04.2025

En estos días de abril, cuando los cerezos florecen y tiñen de blanco y rosa parques y paisajes, no puedo evitar pensar en cómo llegaron estos árboles a formar parte de nuestra cultura. Para ello, viajamos con Plinio el Viejo, el gran enciclopedista romano del siglo I, que en su Naturalis Historia dejó escrito un dato curioso y revelador: los cerezos no eran originarios de Italia.

Según Plinio, fue Lucio Licinio Lúculo, célebre general romano conocido tanto por sus victorias como por su vida de lujo y refinamiento, quien trajo el cerezo desde Cerasunte, una ciudad situada en la región del Ponto, en la actual Turquía, a orillas del mar Negro. De hecho, el nombre mismo del árbol en latín, cerasus, proviene directamente del topónimo Cerasus.

Plinio afirma que Lúculo no solo introdujo el árbol en Italia, sino que su cultivo se extendió rápidamente por todo el territorio romano. En menos de 120 años —dice— el cerezo ya había echado raíces incluso en las Islas Británicas. Este detalle no solo nos habla del afán romano por apropiarse y difundir todo lo que consideraban valioso, sino también de cómo la botánica se convirtió en una forma de civilización: llevar árboles, plantas y frutos a las provincias era una forma de romanizar el paisaje.

Además, Plinio se detiene a describir las variedades del cerezo, señalando diferencias en el sabor, el tamaño y la calidad de los frutos. Menciona también que algunos cerezos no daban fruto en Roma como lo hacían en su lugar de origen, lo que revela ya una temprana observación sobre el impacto del clima y el terreno en la agricultura.

Hoy, más de dos mil años después, cuando admiramos los cerezos en flor, podemos ver no solo un espectáculo natural, sino también una huella del mundo antiguo, un eco de las rutas de intercambio entre Oriente y Occidente, y un pequeño legado botánico que Plinio tuvo la sensibilidad de dejar por escrito.

¿Conocías la historia del cerezo? Te leo en comentarios.